Un poco de historia:
Corría el año 2005 cuando nuestro viejo grupo de rol, ése que teníamos activo desde el 95 y en el que jugamos a tantos juegos, conocimos a tanta gente y mantuvimos activo con un ritmo de juego que a día de hoy se me antoja imposible, inabarcable y casi de ciencia ficción; ese grupo en el que crecimos, cambiamos, nos refugiamos a veces y al que nunca nos decidimos a formalizar ni ponerle nombre porque estábamos demasiado ocupados jugando... se disolvió.
No fue algo convulso que llegara de repente como una catástrofe natural que nos separara, si no la misma vida que nos hizo seguir caminos que se alejaban unos de otros. Uno se marchó a estudiar a la capital en la que se quedaría a vivir, otro se fue a trabajar a cien kilómetros de distancia y yo me mudé a casi 400 km, dejando el viejo grupo definitivamente roto. Pero como era una muerte anunciada, tuvimos tiempo de terminar campañas, cerrar arcos argumentales y dejar las cosas más o menos arregladas.
Todavía recuerdo el último fin de semana que pasé en el pueblo, cómo intenté reunir al grupo por última vez para tener una despedida como a mi me hubiera gustado y cómo ésta se limitó a un par de sms deseándome suerte y buen viaje. Fue una despedida algo amarga, pero me llevé conmigo el recuerdo de lo que había sido.
Los siguientes años y hasta día de hoy estuve buscando un nuevo grupo en el que jugar, a pesar de las obligaciones conyugales, laborales y posteriormente paternales. Debo reconocer que tuve momentos de sentirme cómodo y que pude sentir algo similar a la complicidad y la cercanía de mi antiguo grupo con algunos de mis nuevos jugadores, pero nunca volvió a ser lo mismo.
Después llegaron las redes sociales, el messenger, el facebook, posteriormente el wassap... y logramos ponernos en contacto de nuevo, organizando encuentros, casi siempre para comer o cenar y nunca con el grupo al completo... Hasta que tuve ese sueño. Pero un sueño literal, no como el de Luther King.
La reunión:
Tuve un sueño tal como he dicho arriba, pero a día de hoy no soy capaz de recordar los detalles. Sé que jugábamos a rol, los amigos de siempre y nos lo pasábamos bien; también recuerdo que me desperté con una fuerte sensación de melancolía y la necesidad de hacer que ese momento se materializara, así que sin perder tiempo me hice con el móvil y comencé a enviar mensajes.
La cosa estaba mal. Con la mitad de miembros del viejo grupo desperdigados por la geografía mediterránea encontrar un momento en el que estar libres simultáneamente era cuanto menos complicado, así que fijé una fecha aproximada en el mes de agosto y tuve la confirmación de un par de jugadores mientras que los otros dos quedaban en el aire. A medida que la fecha se acercaba pareció que los astros se alineaban correctamente y una semana antes ya lo teníamos como algo seguro. Y no solo quedar para comer si no también íbamos a jugar a algo. Nos valía cualquier cosa, así que perfecto.
Nos encontramos en la puerta de un restaurante. Me gustaría describir la escena como un escenario lleno de nieblas donde íbamos apareciendo desde la bruma uno a uno, pero lo cierto es que eran casi las dos del mediodía de de agosto y hacía bastante calor, por lo que nos limitamos a un apretón de manos y ese típico “Cuánto tiempo, vamos dentro que nos vamos a achicharrar”. La comida fue algo típico, con conversaciones sobre la vida, el trabajo, los hijos, presentes y futuros y juegos de rol, por supuesto, sobre como ha cambiado este mundillo, si los juegos de hoy ya no son como los de antes... Incluso alguien preguntó sobre si “La Factoría” Seguía con la línea del Elric, por lo que hubo que explicarle que no, que La Factoría ya no existe y llevaba más de diez años sin sacar un juego de rol. Y después de ponernos al día, había llegado la hora de la verdad. El bautismo de fuego. Volver a la afición que nos unió.
La partida:
Nos metimos en el nuevo piso de uno del grupo y bromeamos con la idea de que cuando jugábamos de jóvenes esa zona de la ciudad no era más que un terreno pantanoso y nos sentimos como aquellos viejos que dicen lo de “antes todo esto era campo” y lo cierto es que no íbamos mal encaminados. Los años no pasan en vano y los cambios en nuestros cuerpos evidentes. La ecuación era sencilla: Menos pelo por más carne.
Nos sentamos alrededor de la mesa y el que se había ofrecido a dirigir, quizás el único que a día de hoy seguía activo jugando a rol de forma regular, sacó de su mochila La Llamada de Chtulhu, un juego que puede que no fuera el más jugado en nuestra juventud, pero que tenía el sabor añejo que necesitábamos. Comenzamos la partida con algo de tensión. Despertábamos en un asilo mental, atados de pies y manos y sin conocimiento alguno de cómo habíamos llegado allí ni acerca de nuestras identidades. Un asilo semidestrozado, desolación, extraños zumbidos e indicios de que alguno de los responsables del centro estaba metido en antiguos rituales para contactar con seres de más allá de este mundo. Todos los ingredientes básicos para una buena partida en la que logramos conectar como antaño. Nos reímos, nos asustamos y planeamos la huida de aquel horrible lugar en el que en realidad nos habría gustado quedarnos para alargar la experiencia de estar juntos de nuevo. Pero todo termina, especialmente las partidas de Chthulhu y de ésta solo sobrevivimos dos, saliendo yo bastante indemne, lo cual es motivo de alegría y alborozo.
Al levantarnos de la mesa estuvimos de acuerdo en la necesidad de repetir en un futuro, sin dejar pasar tantos años, porque lo que el rol ha unido no es tan fácil de separar. O por lo menos no tanto como los matrimonios, que a la mínima se van al garete hoy en día. La juventud, que ya no tiene los valores que a nosotros nos inculcaban... ¿Y qué me decís de esos pantaloncitos tan cortos que llevan ahora las chiquillas? Que vergüenza por dios...