El Warhammer 40k mola. Mola a pesar de sus reglas algo vetustas, a
pesar de sus políticas comerciales a veces absurdas, de los precios
elevados de algunas de sus productos y mola incluso, a pesar de tener
los jugadores más cuadriculados del universo.
Cuando me asomé a
este hobby hace justo diez años estando el juego en su quinta
edición, todo el mundo con el que hablaba me decían que el juego
estaba tocado de muerte porque la cuarta era mucho mejor. Cuando
salió la sexta anunciaron un éxodo masivo a otros juegos como el
Infinity o el Kings Of War para su versión de fantasía y cuando
volví a meterme en octava edición la gente se puso a quemar sus
miniaturas porque “ahora sí que sí, se han cargado el juego”.
Pero ahí sigue el juego y ahí siguen la mayoría de sus jugadores
ahora que está funcionando desde hace unos meses la novena edición,
quejándose, como no, pero también dejándose la pasta y su precioso
tiempo en el juego. Que por algo será, digo yo. Y para no dejaros
así, voy a resumir muy mucho qué es esto del Warhammer 40k y ver
los cambios así a grosso modo entre algunas de sus ediciones.
Todo
esto comenzó a principios de los años ochenta con el juego de
miniaturas Warhammer fantasy Battle, que permitía a sus jugadores
hacerse con un puñado de miniaturas de plomo (todo el mundo dice
plomo pero en realidad se trata de una
aleación de estaño a la que llaman “metal blanco”) para
zurrarse entre sí. Era un juego simple pero vistoso que aunaba los
fantásticos combates épicos con la pintura y el modelismo. El juego
gozó de gran éxito, así que Games Workshop decidió ampliarlo con
más de lo mismo unos años después y sacar otro similar pero
ambientado en un futuro hostil y oscuro donde la humanidad se daba de
tortas con aliens y herejes varios.
En esos primeros
años la cosa estaba enfocada en el juego entre colegas, a partidas
cortas y ejércitos más bien pequeños, pero la gente no tardó en
organizarse y disputar torneos, al principio a nivel local y más
tarde englobando grandes competiciones que por supuesto llamaron la
atención de los creadores del juego. A medida que sacaban nuevas
ediciones para pulir las reglas, aparecían los códices o “codex”
de cada facción para ampliar todavía más las reglas, evitar la
superioridad de algunas facciones y en definitiva, reglar ese juego
competitivo que se había impuesto sobre las partidas entre colegas.
Cuando
yo llegué al mundo de Warhammer 40k allá por su quinta edición, la
cosa daba un poco de asco. En los foros de internet se discutía
sobre qué ejército era el mejor en cada momento, se afilaban las
listas para explotar al máximo las posibilidades de cada facción,
las mesas de juego lucían feísimas con algunas unidades repetidas
hasta el máximo y otras carentes de presencia. Incluso en mesas de
torneos locales era necesaria la figura de un árbitro que pudiera
resolver las disputas entre jugadores que interpretaran esas reglas
de formas distintas. Eran los tiempos de malas caras, “faqs” y
ejércitos enormes repetidos hasta la saciedad.
En la sexta edición,
para colmo se permitió crear alianzas, es decir meter batallones de
otros ejércitos para ampliar la variedad, comprar más miniaturas
aún no siendo de las tuyas y en definitiva, rizar el rizo hasta lo
inrrizable. Esa fue quizás la época más comercial del hobby de la
que me mantuve al margen gracias a que jugaba con un amigo en su
casa, lejos de mesas de alta competición.
La
cosa cambió radicalmente en la octava edición. Supongo que los de
Games Workshop se dieron cuenta de que el juego había entrado en un
terreno tan competitivo que estaba prácticamente cerrado a nuevos
jugadores, y que sus viejos y gruñones
compradores corrían el riesgo de marcharse a otros juegos más
atractivos y novedosos, así que hicieron borrón y cuenta nueva. De
pronto apareció una edición que hacía hincapié en el juego
distendido entre amigos, a jugar con menos miniaturas y con unas
reglas muy sintetizadas y reducidas. Eso enfureció a todo el sector
“profesional” que comenzaron a deshacerse de sus miniaturas y a
soltar bilis por todos los poros de su piel, pero también abrió las
puertas a nuevos jugadores que se asomaban tímidamente a ver qué
pasaba ahí. Y las gallinas que salen por las que entran, Warhammer
40K (y su hermano mayor Warhammer Fantasy ahora convertido en Age of
Sigmar, que esa es otra) se vio rejuvenecido sin que ello afectara a
sus ventas de un modo negativo.
Después llegó el
Conquest, los fascículos de Salvat que metieron a más gente aún en
el hobby y cuando todos estábamos (me incluyo) emocionados de nuevo,
nos sacaron la novena edición.
La novena trae
cambios en las reglas, como no, pero incluye algo muy llamativo.
¿Queréis jugar torneos afilados y calculados al milímetro para que
vuestros ejércitos den el máximo asco posible y humillen a los de
vuestros rivales? No hay problema, aquí tenéis el juego
competitivo. ¿Queréis un juego distendido que tenga en cuenta el
trasfondo para jugar pequeñas batallas con vuestras miniaturas
favoritas? Leeros las reglas de juego narrativo. Warhammer para todos
los gustos, ya masticado y casi digerido para que nadie se queje.
Y así estamos
ahora, con un juego para cada tipo de jugador, reglado y
“oficializado” para que nadie se queje, para que nadie pueda
decir que “es que a ti te lo ponen más fácil” o “a mi me
gustaba más antes”. Ahora, en mi opinión que a pesar de los años,
la experiencia y la sabiduría, sigue siendo tan despreciable y vacía
(o más) de lo habitual, tenemos un juego plural, simple, que no
requiere un desembolso económico demasiado grande (con un starter
set vamos que chutamos) y que si buscamos diversión, sencillez y
además queremos probar eso de los pinceles, nadie va a poder
decirnos nada porque ahora las reglas aman a todo el mundo por igual.