Esterticus
III decidió ser un paladín. Tenía un carisma de 17 y buenas características
físicas, por lo que cualquier otra elección habría sido un desperdicio. Como
guerrero y hombre de fe, dominaría las armas y esgrimiría poderes divinos para
ayudar a los demás. Se unió a un grupo de aventureros común. Había un guerrero
de modales rudos pero gran sentido del humor y pragmatismo, un pícaro con mucha facilidad de palabra y un
hechicero versado en artes no oscuras. No eran tan virtuosos como él pero
formaban un buen equipo con el que colaborar.
Comenzó
sus andanzas sin nada más que un jubón de cuero, una espada oxidada y un burro
como fiel compañero y portaequipajes. Sus compañeros, al igual que él, portaban
lo que buenamente podían permitirse, pero eso no fue impedimento para que se
forjaran cierta reputación y comenzaran a trabajar en pequeños encargos y a
vivir sus primeras aventuras.
Manadas
de lobos, cuevas infestadas de goblins, maníacos solitarios… Cualquier cosa era
válida con tal de librar a su tierra del mal y obtener sus primeras
recompensas. Recompensas que Esterticus III solía donar al templo o repartir
entre los necesitados de su comunidad, muchas veces los mismos afectados por el
mal del que les habían liberado. Sus compañeros, en cambio, gastaban su dinero
como se les antojaba, muchas veces en bebida o compañía de mujeres de dudosa
reputación; algo que a él no le gustaba, aunque tampoco pretendía juzgarles.
Era consciente de que ellos no habían elegido su misma senda y que por lo tanto
estaban en su derecho de emplear su dinero y su tiempo en lo que se les
antojara, siempre que no se opusiera con sus ideales de bondad y justicia.
Pasaron
los meses y quizás algunos años. La fama del grupo creció hasta convertirse en
leyenda y sus servicios estaban siendo solicitados por grandes reyes de tierras
lejanas. Los viajes eran largos y en uno de ellos, Esterticus III se dio cuenta
de algo: Mientras que sus compañeros vestían brillantes armaduras, ropajes de
lujo y lucían adornos de joyería, él seguía con su viejo jubón de cuero, su
espada oxidada y caminando al lado de su burro tratando de seguir el paso a sus
compañeros sobre briosos corceles. “La austeridad es el precio a pagar por mi
virtud”, pensó el paladín, y siguió su camino.
Ya en
la lejana ciudad de más allá del desierto pararon a descansar en una posada
para acicalarse antes de la visita al sultán que les requería. Y fue allí donde
Esterticus III encontró un obstáculo en su camino. La bella camarera, única
hija del dueño del local y legendaria por su belleza inmaculada, miró a
Esterticus con cierta admiración, y éste, poco acostumbrado a cruzar su mirada
con mujeres, respondió apartando la vista. Fueron varias las ocasiones en las
que ella trató de entablar contacto, pero el noble paladín no supo cómo
responder a ninguna de ellas. Finalmente, se retiró a sus aposentos antes que
sus compañeros, como era habitual en él, y justo antes de desaparecer en las
escaleras, vio como la joven camarera se acercaba al pícaro, que rápidamente le
ofrecía su rodilla como asiento.
Esterticus
III se sentó a meditar en el silencio de su habitación mientras abajo las risas
y el entrechocar de las jarras llenaban el ambiente. Tenía claro qué camino
había elegido y qué debía hacer; los dioses le estaban recompensando por ello
con poderes que otros mortales no podían ni imaginar… Pero el camino a veces
era difícil. Cuando sus compañeros fueron a sus respectivas habitaciones, horas
después, pudo oír como el pícaro no entraba solo; iba acompañado de una mujer
cuya voz era reconocible por Esterticus. Y allí, pared con pared pudo oír cómo
su colega de aventuras empotraba a la damisela contra armarios, arcones y
camastros en un acto sexual más digno de las bestias que de los humanos.
Esterticus III se consolaba pensando en que él no era así, en que él necesitaba
encontrar a una doncella inocente y que debería ser paciente antes de que ella
se le entregara, pero no pudo evitar que algo, en lo más profundo de su ser,
comenzara a desmoronarse.
A la
mañana siguiente apareció con ojeras y especialmente desaliñado. Acudieron los
cuatro al palacio donde les hicieron esperar en una antesala presidida por un
enorme espejo, y Esterticus III, adalid del bien y la virtud, paladín de nivel
diez, se miró. Parecía un vagabundo al lado de sus compañeros y levantándose el
cabello de la frente se observó las sienes.
-Creo
que me estoy quedando calvo. –dijo casi para sí mismo.
-Rubio
y rizado, calvo asegurado. –respondió el guerrero con indiferencia.
-¡No es
posible! –exclamó el mago. -¿No recuerdas que aquella bruja a la que rescatamos
de la prisión de los orcos nos regaló un elixir de eterna juventud a todos?
-Lo
recuerdo pero… No llegué a tomármelo. –se lamentó Esterticus III. -Se lo di a
Rucius II.
-¿Le
diste un elixir de juventud al burro? –preguntó el pícaro con la cabeza
ladeada.
-Así
es. Él… Ha sido mi fiel compañero durante mucho tiempo. Lo merecía más que yo.
-Con
razón tiene el pelaje siempre tan brillante. –observó el guerrero.
Luego
se hizo el silencio.
Cuando
salieron del palacio comenzaron los preparativos para la misión encomendada,
pero Esterticus III, hasta ahora siempre decidido y diligente, titubeó unos
instantes, se desabrochó el cinto y dejó caer su espada al suelo. Sus
compañeros miraron asombrados como el paladín se daba la vuelta y se marchaba
sin dar ni una explicación. El guerrero fue el único que pareció dispuesto a preguntarle
algo, pero el mago le detuvo. De todos es sabido que las sendas divinas están
más allá de la lógica humana y si su hasta ahora compañero había decidido
marcharse, sus motivos tendría.
Una
semana después, en la misma posada de la camarera empotrable, los tres héroes
celebraban el triunfo de su misión. Había sido difícil sin la ayuda del
paladín, pero también tenían que repartir el botín entre menos. Todo era fiesta
y diversión hasta que la puerta se abrió de golpe y en ella apareció la silueta
de alguien conocido. Esterticus III vestía con ropas estrafalarias de colorines
y llevaba un laúd colgado de la espalda.
-He
vuelto. Y me he cambiado de clase. Ahora soy un bardo. –les dijo sonriente.
-Un…
bardo? –Repitió el mago.
-Un
bardo. –Volvió a decir Esterticus III
-Pero
los bardos no pueden ser legales. –Observó el pícaro.
-Ahora
soy caótico bueno.
-Y…
¿Sigues conservando tus poderes de paladín? ¿Puedes curar y detectar el mal y
ahuyentar muertos vivientes y lanzar conjuros de nivel… - comenzó a enumerar el
guerrero.
-No. Ya
no. Pero puedo infundiros coraje con mis canciones y daros ligeros
bonificadores al combate.
Los
tres se miraron extrañados y se encogieron de hombros antes de seguir con su
fiesta. Y a pesar de que nadie miraba a Esterticus III, éste hinchó el pecho
orgulloso y proclamó: “Ahora yo decido cómo vivir mi vida”
Al poco
tiempo dejó el grupo. Convertido en un guerrero sin poderes, especialización en
armas y sin poder llevar armaduras, no era más que un patán cantarín. No podía
seguir el ritmo de sus compañeros y los bichos que antes se ventilaba con un
simple movimiento de muñeca, ahora le zurraban en cada vuelta de pasadizo. Los
otros lo entendieron y reclutaron a un clérigo en su lugar, ya que ésos tienen
menos movidas que los paladines.
Y a
partir de ahí poco se supo sobre el destino de Esterticus III. Pero hay quien
dice que si uno llega a la posada adecuada en el momento adecuado, puede
encontrase con un bardo medio calvo que relata con melancolía las aventuras de
un gran paladín. Uno que nunca sucumbió y que siguió fiel a sus principios
hasta el final.
;DDDD, reflejo de mi vida. claro está yo soy uno de esos goblins que el paladín zurra.
ResponderEliminar¿Se sabe algo del burro de pelaje brillante?
Me ha molado la historia. ¿Basada en desechos reales? Lo del burro inmortal me mola mucho.
ResponderEliminar¡Muy bueno!
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarEste relato pretendía ser una metáfora de la vida misma (o al menos la mía) y cómo a veces seguir un camino de rectitud moral nos lleva al aburrimiento y la rutina.
O algo así.