sábado, 3 de octubre de 2015

De castillos y vendajes.



En nuestros inicios roleros, cuando solo éramos unos chavalitos emocionados con nuestros alter-egos de mundos fantásticos mucho mejores que nuestros “yos”, uno de nuestros sueños más ansiados era poseer un castillo. Estábamos cansados de dormir en posadas, establos y cuevas; cansados de vagar sin rumbo, de no tener donde guardar nuestros objetos sobrantes y, en definitiva, no tener donde caernos muertos. Y es que la vida del aventurero es dura; uno empieza con ilusión, con ganas, con ímpetu, sin temer a la muerte y sin pensar en el futuro… Pero cuando ya eres de nivel seis o siete, te entran ganas de sentar la cabeza, asar unas chuletas de orco en la chimenea y que un sirviente jorobado de acerque la bebida. Sí señores, el tiempo no pasa en balde para nadie. Ni siquiera para los personajes imaginarios. 

Por eso queríamos un castillo. Por eso pasábamos las partidas hablando de castillos y buscando castillos; por eso cuando terminábamos y nos íbamos a cenar juntos al burguer de la esquina solo hablábamos de lo que molaría tener un castillo; por eso cuando íbamos al pub por la noche nos quedábamos en la puerta hablando de lo bonitos que son los castillos; y por eso, en definitiva, nos estábamos convirtiendo en una especie de marginados entre los marginados. No podíamos caer más bajo, y el master lo sabía y quiso ponerle remedio. “Os daré un castillo” nos dijo, y estuvimos toda la noche vitoreándole y lanzándole al aire hasta que se nos cayó al suelo y se le rompieron las dos (las dos) muñecas.

Por esa época comprábamos la revista Dragón, que además de los preciados módulos listos para jugar, estaba repleta de ayudas para el juego. Y una de esas ayudas era una lista de maldiciones para embrujar castillos. La idea de tal artículo era dotar de un poco de “vidilla” a tan aburridas construcciones, colocando alguna maldición en forma de tara (hándicap lo llaman ahora) para que los jugadores tuviesen que buscar la forma de deshacerse de ella. Y como el artículo en cuestión era muy completo, detallaba una veintena de maldiciones diferentes, para utilizar al gusto.

Pero ese día el master estaba graciosito. Graciosito y cabreado por no poder manejar bien los libros con ambas manos vendadas y nos entregó el castillo prometido. No recuerdo la misión, pero si la recompensa: “Oh valientes héroes, sin vosotros no estaría vivo. Tomad mi viejo castillo como recompensa por haberme liberado de las garras del terrible orco/dragón/bestia/monstruo.” Y allí estábamos nosotros, por fin, en nuestra ansiada fortaleza. Ahora habría que elegir habitaciones, amueblarlo, estudiar el feng shui… Pero antes, sabiendo del artículo de la Dragón, nos preparamos para luchar contra la maldición que seguro nuestro querido dungeonmaster habría elegido para nosotros. ¿Y cuál sería? Nos preguntábamos con curiosidad. Y la respuesta fue tan inmediata como terrible: Todas.

Nuestro amado amigo director había metido las veinte maldiciones en el mismo castillo y todas a la vez. Los pasillos cambiaban de tamaño, las paredes rezumaban sangre, los cuadros se movían, los fantasmas campaban a sus anchas, los cofres del tesoro nos mordían, las antorchas se apagaban a nuestro paso, las armaduras decorativas cobraban vida y nos atacaban, cada vez que llamaban a la puerta eran los testigos de jeová… Un follón, vamos. Tanto que decidimos abandonar el castillo y volver a dormir tranquilitos en mantas húmedas y pulgosas, tirados junto a cualquier camino perdió de la mano de los dioses, convencidos de que eso de sentar la cabeza no era para nosotros.

4 comentarios:

  1. JAJAJAJA, aún recuerdo esa revista Dragón (con tilde en la o, que era española) ¡Menuda putada!

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  2. Qué mala persona el máster. Qué le costaba haceros felices y meter una sola maldición.

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  3. Un máster no está para hacer feliz a sus jugadores. Está para putear, molestar y llevarlos a sus límites. Y más si los jugadores son unos pesados de la hostia. Aplaudo la decisión del máster y joderos el castillo. Lo bueno que como grupo eráis propietarios y podríais haber alquilado a una joven pareja, a un escritor que busque inspiración o montar un taller ilegal de zapatillas de deporte. Así entre aventuras tendríais un dinero fijo cada mes.

    En La partida del lunes, ahora somos los jefes de toda una ciudad y todavía seguimos de aventuras partiéndonos el lomo con orcos, oso lechuzas, hadas malvadas, etc. ¿Somos gilipollas? ¿Por qué no mandamos a la guardia y nos quedamos nosotros entre comilonas y fulanas? Porque se acabaría el juego, me dicen, pero esa explicación no me acaba de convencer.

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  4. La respuesta estaba en el cine. Los señores del acero. Así hubieran perdido ese ansia posesiva. Una buena peste purifuca.

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