En
nuestros inicios roleros, cuando solo éramos unos chavalitos emocionados con
nuestros alter-egos de mundos fantásticos mucho mejores que nuestros “yos”, uno
de nuestros sueños más ansiados era poseer un castillo. Estábamos cansados de
dormir en posadas, establos y cuevas; cansados de vagar sin rumbo, de no tener
donde guardar nuestros objetos sobrantes y, en definitiva, no tener donde
caernos muertos. Y es que la vida del aventurero es dura; uno empieza con ilusión,
con ganas, con ímpetu, sin temer a la muerte y sin pensar en el futuro… Pero
cuando ya eres de nivel seis o siete, te entran ganas de sentar la cabeza, asar
unas chuletas de orco en la chimenea y que un sirviente jorobado de acerque la
bebida. Sí señores, el tiempo no pasa en balde para nadie. Ni siquiera para los
personajes imaginarios.
Por eso
queríamos un castillo. Por eso pasábamos las partidas hablando de castillos y
buscando castillos; por eso cuando terminábamos y nos íbamos a cenar juntos al
burguer de la esquina solo hablábamos de lo que molaría tener un castillo; por
eso cuando íbamos al pub por la noche nos quedábamos en la puerta hablando de
lo bonitos que son los castillos; y por eso, en definitiva, nos estábamos
convirtiendo en una especie de marginados entre los marginados. No podíamos
caer más bajo, y el master lo sabía y quiso ponerle remedio. “Os daré un
castillo” nos dijo, y estuvimos toda la noche vitoreándole y lanzándole al aire
hasta que se nos cayó al suelo y se le rompieron las dos (las dos) muñecas.
Por esa
época comprábamos la revista Dragón, que además de los preciados módulos listos
para jugar, estaba repleta de ayudas para el juego. Y una de esas ayudas era
una lista de maldiciones para embrujar castillos. La idea de tal artículo era
dotar de un poco de “vidilla” a tan aburridas construcciones, colocando alguna
maldición en forma de tara (hándicap lo llaman ahora) para que los jugadores
tuviesen que buscar la forma de deshacerse de ella. Y como el artículo en
cuestión era muy completo, detallaba una veintena de maldiciones diferentes,
para utilizar al gusto.
Pero
ese día el master estaba graciosito. Graciosito y cabreado por no poder manejar
bien los libros con ambas manos vendadas y nos entregó el castillo prometido.
No recuerdo la misión, pero si la recompensa: “Oh valientes héroes, sin
vosotros no estaría vivo. Tomad mi viejo castillo como recompensa por haberme
liberado de las garras del terrible orco/dragón/bestia/monstruo.” Y allí
estábamos nosotros, por fin, en nuestra ansiada fortaleza. Ahora habría que
elegir habitaciones, amueblarlo, estudiar el feng shui… Pero antes, sabiendo
del artículo de la Dragón, nos preparamos para luchar contra la maldición que
seguro nuestro querido dungeonmaster habría elegido para nosotros. ¿Y cuál
sería? Nos preguntábamos con curiosidad. Y la respuesta fue tan inmediata como
terrible: Todas.
Nuestro
amado amigo director había metido las veinte maldiciones en el mismo castillo y
todas a la vez. Los pasillos cambiaban de tamaño, las paredes rezumaban sangre,
los cuadros se movían, los fantasmas campaban a sus anchas, los cofres del
tesoro nos mordían, las antorchas se apagaban a nuestro paso, las armaduras
decorativas cobraban vida y nos atacaban, cada vez que llamaban a la puerta
eran los testigos de jeová… Un follón, vamos. Tanto que decidimos abandonar el
castillo y volver a dormir tranquilitos en mantas húmedas y pulgosas, tirados
junto a cualquier camino perdió de la mano de los dioses, convencidos de que
eso de sentar la cabeza no era para nosotros.
JAJAJAJA, aún recuerdo esa revista Dragón (con tilde en la o, que era española) ¡Menuda putada!
ResponderEliminarQué mala persona el máster. Qué le costaba haceros felices y meter una sola maldición.
ResponderEliminarUn máster no está para hacer feliz a sus jugadores. Está para putear, molestar y llevarlos a sus límites. Y más si los jugadores son unos pesados de la hostia. Aplaudo la decisión del máster y joderos el castillo. Lo bueno que como grupo eráis propietarios y podríais haber alquilado a una joven pareja, a un escritor que busque inspiración o montar un taller ilegal de zapatillas de deporte. Así entre aventuras tendríais un dinero fijo cada mes.
ResponderEliminarEn La partida del lunes, ahora somos los jefes de toda una ciudad y todavía seguimos de aventuras partiéndonos el lomo con orcos, oso lechuzas, hadas malvadas, etc. ¿Somos gilipollas? ¿Por qué no mandamos a la guardia y nos quedamos nosotros entre comilonas y fulanas? Porque se acabaría el juego, me dicen, pero esa explicación no me acaba de convencer.
La respuesta estaba en el cine. Los señores del acero. Así hubieran perdido ese ansia posesiva. Una buena peste purifuca.
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